El ritmo de vida, el estrés, las obligaciones, la falta de tiempo o el trabajo marcan nuestras rutinas diarias, afectando, entre otros aspectos de nuestra vida, a la alimentación. La consecuencia de unos malos hábitos alimenticios es directa: nuestra salud y bienestar se resienten. Aunque no detectemos síntomas inmediatos, nuestro organismo va creando una “factura” que, antes o después, tendremos que pagar.
Por una parte, vivimos en una sociedad que cada vez da más importancia a los hábitos de vida saludables, tener una dieta equilibrada, hacer deporte o tener un cuerpo escultural. Pero, por otra parte, esa misma sociedad nos incita constantemente a adquirir alimentos precocinados, productos low cost de materias primas de mala calidad y un largo etcétera que podríamos encontrar en los pasillos de cualquier supermercado.